El mismo oro: leer a Jesús desde la diversidad

Reflexiones en torno a El Jesús que nunca conocí de Philip Yancey

9/7/20258 min leer

I. Un club de lectura… ¿para qué?

Toda experiencia humana está mediada culturalmente. Lo que somos y lo que no somos, lo que hacemos y lo que dejamos de hacer, lo que consideramos cortés y lo que juzgamos descortés, todo está ligado, de alguna u otra forma, a la interpretación del mundo que hemos heredado. La cultura constituye el marco simbólico desde el cual interpretamos y damos sentido a la realidad que habitamos. Vivir en una cultura diferente implica, por tanto, un desafío a nuestra visión del mundo.

Cuando me mudé a China comprendí experiencialmente esta realidad. Los diecinueve mil kilómetros que separan Córdoba y Guangzhou son, en sí mismos, una imagen palpable de la distancia cultural que nos diferencia. Habitar lo no propio es incómodo porque cuestiona, en definitiva, nuestra identidad y nos exige repensar el mundo desde otros horizontes interpretativos.

Ya nada, entonces, puede darse por sentado, porque todo es virtualmente distinto. La cortesía, las relaciones interpersonales, lo banal, lo trascendente, todo puede convertirse en terreno fértil para malentendidos. Ante esto, podemos reaccionar de diferentes formas. Están los que condenan y exigen que todos deberíamos ser como ellos. Yo también a veces me siento así, porque, en cierto sentido, es la reacción más natural. Pero por otro lado, tenemos la opción más difícil: detenerse, escuchar, hacer el esfuerzo —casi imposible— de ponerse los lentes culturales del otro. Y en ese gesto mínimo, aunque sea por un instante, recordarnos que no somos el centro de todas las cosas.

De ese esfuerzo nace la idea de organizar el club de lectura, un espacio abierto para contrastar nuestros puntos de vista y enriquecer nuestra visión del mundo, de la fe y de nosotros mismos.

II. El mismo oro

Elegir el primer libro para nuestro club de lectura no fue tan complicado. La pregunta por el otro y por lo distinto había estado rondando en mi cabeza desde hacía algún tiempo ya.

Ser cristiano en China implica también grandes desafíos. Uno de ellos está directamente ligado a la praxis de nuestra fe: la adoración comunitaria y la confraternidad. Vengo de un país en el que hay una iglesia o parroquia en cada esquina. Aquí, en cambio, las opciones son mucho más limitadas. Precisamente por eso, habitar la diferencia —y esto no aplica solo al ámbito eclesial— nos ayuda a reconocer la riqueza de la diversidad [1] y nos impulsa, de alguna manera, a buscar la unidad de forma más intencional, aun sabiendo que muchas veces fallamos en el intento.

San Agustín, en su comentario al salmo 45, dice sobre la Iglesia:

¿Qué vestido es el de esta reina? Es precioso y variado: los misterios de la doctrina se expresan en todas las varias lenguas. Unos en la lengua africana, otros en lengua siria, otros en griego, otros en hebreo, y así sucesivamente: las diversas lenguas forman la variedad del vestido de esta reina. Y así como la variedad en el vestido se armoniza en la unidad, así también todas estas lenguas llevan a una misma fe. En el vestido hay variedad, pero no rotura. Ved que orientamos la diversidad de lenguas y la variedad en el vestido a la unidad. ¿Dónde está el oro en esta variedad? Es la sabiduría misma. Sea cualquiera la variedad de lenguas, se predica un mismo oro: no un oro distinto, sino la variedad del oro único [2]. 

Aunque la diversidad ha sido muchas veces causa de conflictos, el obispo africano nos recuerda que no debería ser así. La Iglesia es ese vestido de diferentes lenguas, tribus, naciones, culturas que enriquecen la visión del único oro, es decir, de Cristo mismo. En este sentido, el cardenal Henri de Lubac comenta, a propósito de Agustín, que «Cristo resucitado, cuando se manifiesta a sus amigos, toma el rostro de todas las razas, y cada cual le entiende en su lengua» [3].

Vivir mi fe en un marco cultural tan diferente al mío y, a la vez, estar rodeado de personas de tantas culturas diferentes me ha ayudado a apreciar mejor ese riqueza colorida de la que habla Agustín. Todos compartimos el oro ciertamente, pero su brillo puede ser apreciado desde ángulo y perspectivas diferentes.

Así, entonces, nuestra comprensión del misterio de Cristo puede enriquecerse en el intercambio cultural que se da en medio de la congregación de los santos. Del mismo modo, la lectura compartida se convierte en un espacio para confrontar y enriquecer nuestras miradas. Precisamente, estas mismas convicciones fueron las que me guiaron a escoger el primer libro para nuestro club de lectura.

Varios años atrás había leído El Jesús que nunca conocí, de Philip Yancey. En este libro, el autor se propone responder tres preguntas fundamentales: ¿quién es Jesús?, ¿por qué vino?, ¿qué dejó tras de sí?

III. El Jesús que nunca conocí

La figura de Jesús, como sabemos, suscita reacciones y emociones diversas. Para algunos, un lunático del siglo I; para otros, un maestro revolucionario; y para muchos, el Salvador del mundo. Los cinco amigos que nos reunimos a discutir el libro encajamos más en este último grupo: un argentino, una estadounidense y tres chinos que reconocen en Jesús a alguien más que un simple maestro moral. Aun así, todos, sin excepción, antes de abrazar la fe cristiana, tuvimos una impresión inicial de su figura. Y con esa pregunta comenzó nuestra conversación.

Brandon fue el primero en responder. Para él, Jesús era un dios más, entendido en un sentido típicamente chino: una divinidad a la que se recurre con plegarias en busca de beneficios. 

Wendy, por su parte, había oído hablar de Jesús como un personaje famoso de la historia, con el pelo largo, cuyo nombre incluso se usaba como insulto. Más tarde, en la escuela, estudió su figura en el marco de la religión comparada y llegó a pensar que era simplemente otro más dentro del panteón mundial de dioses.

El caso de Hannah resulta particular. A diferencia de sus dos compatriotas chinos Brandon y Wendy, ella viene de una familia cristiana. Su madre le había enseñado que Jesús era su mejor amigo, alguien a quien podía pedirle y contarle todo. Hannah creció con esa idea, aunque no entendía muy bien lo que significaba. Incluso llegó a pensar, de niña, que su madre era Jesús. Fue recién en la universidad cuando, según contó, conoció verdaderamente a Jesús y decidió seguirlo.

Luego fue el turno de Alison, quien nació y creció en un ambiente cristiano, como yo, aunque en los Estados Unidos. Su impresión de Jesús era la de un hombre agradable y bueno, aunque, en cierto sentido, había aspectos de su severidad que le causaban temor, en especial la idea del juicio venidero.

Al escuchar todas estas impresiones sobre la persona de Jesús se confirmaba lo que ya intuíamos: que cada uno de nosotros, marcado por su cultura, su familia y su historia, había formado una imagen particular de Jesús. En mi caso, coincidí en parte con lo dicho por Alison, porque también crecí en la iglesia con una visión muy enfocada en la divinidad de Jesús, y tardé en comprender que también fue verdaderamente hombre.

Al continuar nuestra discusión, Brandon trajo a la mesa un aspecto clave de la vida de Jesús. Cuando hablamos de su trasfondo cultural, coincidimos en que el hecho de que Jesús perteneciera a un pueblo concreto mostraba su lado más humano. Dios, al decidir encarnarse, no lo hizo como un alien que desciende de otro mundo —agradecemos la ilustración de Alison—, sino que eligió entrar plenamente en la experiencia común a todos los hombres, aquella de la que hablé en la primera sección de este escrito.

Jesús es Dios encarnado, pero también verdaderamente hombre, porque vivió en una cultura y un pueblo particular. Y justamente por eso tiene poder no solo para redimir a las personas, sino también para redimir la cultura de los pueblos. Jesús tiene poder redentor porque asume, como dice Ireneo de Lyon, toda nuestra experiencia [4].

Muchos de nosotros coincidimos en que el capítulo cuatro del libro, que trata sobre la tentación de Jesús en el desierto, fue uno de nuestros favoritos, yo incluido. En él, el autor habla sobre el “milagro de detenerse” de Jesús. Muchas veces nosotros quisiéramos que Dios resolviera todo de inmediato, que arreglara cada situación y nos diera todas las explicaciones. Sin embargo, concluimos que Dios no nos fuerza a amarlo, porque el amor no puede imponerse. Como señaló Yancey, Dios no nos obliga.

Cuando avanzamos hacia la discusión sobre la segunda parte del libro, titulada Por qué vino, nos detuvimos en varios puntos. En primer lugar, señalé que, desde mi perspectiva, la pregunta de esa sección no llega a contestarse de manera directa. El autor habla del pecado en muchas ocasiones y describe sus consecuencias, pero nunca expone con claridad que esa fue la razón principal por la cual Jesús vino: ser, como también discutimos, el puente entre Dios y nosotros. Jesús vino para reconciliarnos con el Padre; esa es, a mi entender, la respuesta que esperaba encontrar. Puede que esté sugerida en el texto, pero no aparece expresada de forma explícita.

Para Alison, también hubo un punto problemático en el libro: el autor presenta la idea de que el plan A era el Antiguo Testamento y, como este no funcionó, entonces el plan B sería el Nuevo Testamento. Lo cual, desde una perspectiva teológica, no parece una afirmación del todo acertada, pues simplifica en exceso la continuidad entre ambos pactos.

Para Wendy, por otro lado, resultó difícil comprender el énfasis del autor en contra de los ricos y las riquezas. Discutimos que la abundancia material puede llevar a no reconocer la necesidad de Dios, porque genera una sensación de autosuficiencia. Sin embargo, concluimos que para Dios nada es imposible: Él ama tanto a pobres como a ricos, y todos están llamados a recibir su gracia.

Luego seguimos conversando sobre el mensaje de Jesús: las bienaventuranzas, el sermón del monte y su amor hacia los oprimidos. Revisamos también la ilustración que el autor hace a partir de Tolstói y Dostoievski, con las ideas de ley y gracia.

Fue difícil tomar nota de todo lo que se decía y en un momento dejé de escribir, pero hay algo que quisiera destacar de mis apuntes. Basado en un fragmento del libro, comentamos que Jesús es el único que es verdaderamente “normal”; todos los demás somos los “anormales”. Esa idea resume bien nuestra condición: estamos rotos, y Jesús vino a restaurarnos.

Finalmente, Alison compartió un testimonio muy alentador. En un momento de crisis personal, leyó un pasaje del libro donde el autor recuerda que Jesús murió un viernes y resucitó un domingo, pero que el sábado fue el tiempo más oscuro para los discípulos: el Maestro estaba muerto, la decepción era total y las preguntas no tenían respuesta. Ese día intermedio simboliza la espera en la oscuridad. Alison dijo que, de algún modo, todos vivimos en ese sábado: sentimos el peso de la incertidumbre y la ausencia. Pero el domingo llega, porque Jesús vence a la muerte y a la oscuridad, y nos vindica con Él para siempre.

IV. Epílogo

El Jesús que nunca conocí fue una hermosa invitación a adentrarnos más en la persona de Jesús, en su mensaje y en su misión. Descubrimos una vez más que su figura es inagotable y nos sigue invitando a plantearnos preguntas sobre él y sobre nosotros mismos. Quisiera dejar estas dos:

  1. ¿Qué es lo que la gente que me rodea piensa sobre Jesús?

  2. ¿Qué idea de Jesús transmito con mi vida?

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Jesús, el oro del que hablaba Agustín, sigue brillando. ¿Y cuánto más resplandecerá cuando todas las culturas nos ayuden a comprenderlo mejor?

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[1] Entendida a la luz del famoso aforismo latino: In necessariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus caritas [unidad en lo necesario, libertad en lo dudoso, caridad en todo].

[2] San Agustín, In Psalmos, 44, 24.

[3] Henri de Lubac, Catolicismo: el aspecto social del dogma.

[4] Ireneo de Lyon, Contra las herejías, III, 18,7